Antes de la trágica muerte de David Sanes, para muchos habitantes de la Isla Grande, lo que ocurría en Vieques era un asunto que competía sólo a los viequenses. La usurpación de las tierras, las seis décadas de bombardeo, la áspera interacción con los militares, la angustia de miles de vidas vividas en frontera con un escenario de guerra, eran asumidos como parte del costo natural de una relación política en la que el agresor compensaba tiros, bombas y angustias con una cornucopia de ayudas y con la “bendición” de la ciudadanía estadounidense. La oposición a las prácticas se consideraba un asunto de viequenses, independentistas y alguna que otra organización solidaria.
Esa indiferencia acabó el 19 de abril de 1999, cuando un piloto de la Marina mató a un puertorriqueño. Lastimada así nuestra nacionalidad, los ojos de Puerto Rico se volvieron hacia la Isla Nena: los lemas de Fuera la Marina de Vieques y Paz para Vieques actuaron como un idioma común con el que se marcó un paréntesis, breve pero importante, en la Babel ideológica del país. Para muchos que nunca se habían planteado las consecuencias terribles del colonialismo, la profunda injusticia del dominio de los Estados Unidos sobre Puerto Rico se hizo concreta y palpable. El acceso al terreno restringido permitió que por primera vez científicos puertorriqueños documentaran el espantoso daño ambiental, la prensa expuso al mundo las historias de sufrimiento de los viequenses, y con la imagen de Milivy como bandera, se revelaron los vínculos entre el bombardeo y la altísima incidencia de cáncer en la isla municipio.
Ese despertar fue posible gracias a la desobediencia civil. La tarde del 8 de mayo de 1999, el presidente del Partido Independentista Puertorriqueño, y entonces Senador, Rubén Berríos, plantó la bandera verde y blanca en el primer campamento permanente de desobediencia civil en la zona de tiro, justo al lado del blanco en el que debió haber caído la bomba que mató a David Sanes. Allí estuvo de forma ininterrumpida hasta el 4 de mayo del 2000, cuando como parte de los desalojos de los varios campamentos que a esa fecha se habían establecido, tuvo lugar el primero de sus tres arrestos en Vieques.
Al momento de iniciar la desobediencia, la referencia con la que contábamos era la experiencia en Culebra en el 1971, cuando Rubén entró al campo de prácticas de la playa Flamenco, escenario principal de los bombardeos para esas fechas. Antes de una semana habían sido arrestados, y luego, sentenciados a tres meses en el Oso Blanco. En Vieques, pensábamos, la historia sería similar. Así pasó la primera semana, la segunda, dos meses…sin arrestos. La figura de “el hombre en la playa”, como le llamaban en Washington, junto a los demás campamentos que se fueron sumando, paralizaron por más de un año las prácticas de la fuerza militar más poderosa del mundo.
Distinto a Culebra, nuestro campamento en la rebautizada playa Gilberto Concepción de Gracia no era accesible por tierra: se llegaba a él tras un viaje de casi una hora en yola. Establecimos un sistema de relevo para acompañar a Rubén. Cada lunes, llegaba un nuevo grupo de militantes y cada mañana uno de los pescadores, aliados entrañables en esa gesta, salía de La Esperanza con agua fresca y provisiones. Cuando, tras pasar las primeras semanas expuesto al sol y bañándose con agua salada y líquido de fregar, aquella playa hermosa y difícil empezó a hacer estragos en la piel y los ojos de Rubén, un médico le advirtió que tenía que empezar a cuidarse. El sólo se encogió de hombros: “es que un jincho de Aibonito tarda en acostumbrarse a la playa”. Nuestro campamento poco a poco fue estabilizándose. El pequeño hibachi en el que se prepararon las primeras y desastrosas comidas, fue sustituido por una estufita de gas. Se levantaron toldos para protegerse del sol durante el día, y para las largas conversaciones de la noche. Pero no fue hasta que doña Cándida, la mamá de Rubén, pidió ir a verlo en Navidad, que él accedió a dejar su tienda de campaña por la casita de madera que ocupó hasta el desalojo. Y allí en la playa asumió la candidatura a la gobernación para las elecciones del 2000.
El 13 de febrero del 2000, recibimos la visita especialísima de doña Lolita Lebrón. Con la clarividencia de siempre, le dijo a Rubén “aquí el aire es muy agradable, pero usted se va a enfermar”. En efecto, unos meses más tarde, se le diagnosticó a Rubén el cáncer al que él se refirió como “la credencial de viequense que me faltaba”.
El 4 de mayo se realizaron los desalojos. Rubén, Fernando y los demás compañeros fueron esposados y detenidos, pero no se radicaron cargos. La Marina anunció el reinicio del bombardeo, y la desobediencia civil tomó un nuevo giro. Con cada anuncio de prácticas, entraba un grupo de desobedientes, que a partir de entonces fueron acusados, y en el caso de los más de mil militantes del PIP, encarcelados. Tras su tercer arresto, Rubén fue sentenciado a cuatro meses de cárcel.
Por más de un año, el campamento en apoyo a nuestros presos establecido frente a la cárcel federal se convirtió en eje de la vida del Partido. La solidaridad también estaba dentro, en el respeto con que la población penal trató a nuestros desobedientes. Doña Lolita, por supuesto, había dejado una huella especial, y cuando entré a cumplir mi mes de cárcel la primera pregunta de las presas fue: “¿cómo está mamá Lolita?”.
La disposición de cientos y cientos de puertorriqueños de todos los sectores para sacrificar su libertad por la causa de Vieques, el consenso sin precedentes que se generó, logró que nuestro pueblo alcanzara la inmensa victoria del cierre del polígono. Hoy celebramos la primera década de ese triunfo, y la ocasión debe servir para reflexionar sobre las tareas inconclusas: la limpieza y descontaminación, la devolución de las tierras y el desarrollo del potencial económico de Vieques. Y sobre todo, la superación de la humillante condición política que permitió la tortura al suelo y a la población viequense, y que sigue actuando como un freno para el progreso y la modernidad.
A diez años de aquel primero de mayo, Vieques sigue sin encontrar la paz por la que tanto luchamos. En este aniversario, celebremos lo que se logró con el esfuerzo de una patria entera, pero también renovemos nuestros votos por alcanzar lo que nos falta.
Esa indiferencia acabó el 19 de abril de 1999, cuando un piloto de la Marina mató a un puertorriqueño. Lastimada así nuestra nacionalidad, los ojos de Puerto Rico se volvieron hacia la Isla Nena: los lemas de Fuera la Marina de Vieques y Paz para Vieques actuaron como un idioma común con el que se marcó un paréntesis, breve pero importante, en la Babel ideológica del país. Para muchos que nunca se habían planteado las consecuencias terribles del colonialismo, la profunda injusticia del dominio de los Estados Unidos sobre Puerto Rico se hizo concreta y palpable. El acceso al terreno restringido permitió que por primera vez científicos puertorriqueños documentaran el espantoso daño ambiental, la prensa expuso al mundo las historias de sufrimiento de los viequenses, y con la imagen de Milivy como bandera, se revelaron los vínculos entre el bombardeo y la altísima incidencia de cáncer en la isla municipio.
Ese despertar fue posible gracias a la desobediencia civil. La tarde del 8 de mayo de 1999, el presidente del Partido Independentista Puertorriqueño, y entonces Senador, Rubén Berríos, plantó la bandera verde y blanca en el primer campamento permanente de desobediencia civil en la zona de tiro, justo al lado del blanco en el que debió haber caído la bomba que mató a David Sanes. Allí estuvo de forma ininterrumpida hasta el 4 de mayo del 2000, cuando como parte de los desalojos de los varios campamentos que a esa fecha se habían establecido, tuvo lugar el primero de sus tres arrestos en Vieques.
Al momento de iniciar la desobediencia, la referencia con la que contábamos era la experiencia en Culebra en el 1971, cuando Rubén entró al campo de prácticas de la playa Flamenco, escenario principal de los bombardeos para esas fechas. Antes de una semana habían sido arrestados, y luego, sentenciados a tres meses en el Oso Blanco. En Vieques, pensábamos, la historia sería similar. Así pasó la primera semana, la segunda, dos meses…sin arrestos. La figura de “el hombre en la playa”, como le llamaban en Washington, junto a los demás campamentos que se fueron sumando, paralizaron por más de un año las prácticas de la fuerza militar más poderosa del mundo.
Distinto a Culebra, nuestro campamento en la rebautizada playa Gilberto Concepción de Gracia no era accesible por tierra: se llegaba a él tras un viaje de casi una hora en yola. Establecimos un sistema de relevo para acompañar a Rubén. Cada lunes, llegaba un nuevo grupo de militantes y cada mañana uno de los pescadores, aliados entrañables en esa gesta, salía de La Esperanza con agua fresca y provisiones. Cuando, tras pasar las primeras semanas expuesto al sol y bañándose con agua salada y líquido de fregar, aquella playa hermosa y difícil empezó a hacer estragos en la piel y los ojos de Rubén, un médico le advirtió que tenía que empezar a cuidarse. El sólo se encogió de hombros: “es que un jincho de Aibonito tarda en acostumbrarse a la playa”. Nuestro campamento poco a poco fue estabilizándose. El pequeño hibachi en el que se prepararon las primeras y desastrosas comidas, fue sustituido por una estufita de gas. Se levantaron toldos para protegerse del sol durante el día, y para las largas conversaciones de la noche. Pero no fue hasta que doña Cándida, la mamá de Rubén, pidió ir a verlo en Navidad, que él accedió a dejar su tienda de campaña por la casita de madera que ocupó hasta el desalojo. Y allí en la playa asumió la candidatura a la gobernación para las elecciones del 2000.
El 13 de febrero del 2000, recibimos la visita especialísima de doña Lolita Lebrón. Con la clarividencia de siempre, le dijo a Rubén “aquí el aire es muy agradable, pero usted se va a enfermar”. En efecto, unos meses más tarde, se le diagnosticó a Rubén el cáncer al que él se refirió como “la credencial de viequense que me faltaba”.
El 4 de mayo se realizaron los desalojos. Rubén, Fernando y los demás compañeros fueron esposados y detenidos, pero no se radicaron cargos. La Marina anunció el reinicio del bombardeo, y la desobediencia civil tomó un nuevo giro. Con cada anuncio de prácticas, entraba un grupo de desobedientes, que a partir de entonces fueron acusados, y en el caso de los más de mil militantes del PIP, encarcelados. Tras su tercer arresto, Rubén fue sentenciado a cuatro meses de cárcel.
Por más de un año, el campamento en apoyo a nuestros presos establecido frente a la cárcel federal se convirtió en eje de la vida del Partido. La solidaridad también estaba dentro, en el respeto con que la población penal trató a nuestros desobedientes. Doña Lolita, por supuesto, había dejado una huella especial, y cuando entré a cumplir mi mes de cárcel la primera pregunta de las presas fue: “¿cómo está mamá Lolita?”.
La disposición de cientos y cientos de puertorriqueños de todos los sectores para sacrificar su libertad por la causa de Vieques, el consenso sin precedentes que se generó, logró que nuestro pueblo alcanzara la inmensa victoria del cierre del polígono. Hoy celebramos la primera década de ese triunfo, y la ocasión debe servir para reflexionar sobre las tareas inconclusas: la limpieza y descontaminación, la devolución de las tierras y el desarrollo del potencial económico de Vieques. Y sobre todo, la superación de la humillante condición política que permitió la tortura al suelo y a la población viequense, y que sigue actuando como un freno para el progreso y la modernidad.
A diez años de aquel primero de mayo, Vieques sigue sin encontrar la paz por la que tanto luchamos. En este aniversario, celebremos lo que se logró con el esfuerzo de una patria entera, pero también renovemos nuestros votos por alcanzar lo que nos falta.